El entorno es realmente encantador. El verdor de la exuberante vegetación restalla por todas partes. Verde claro para las imponentes tecas, verde azulado para los infinitos matorrales y arbustos, verde amarillento para la caña y el arroz, reservándose el verde más oscuro e imperativo para los robustos herbazales que tapizan la mínima tierra restante. Aquí y allá cocoteros cargados de frutos, cual dedos alargados que se retuercen en su viaje hacia el cielo. Y por todos lados el agua. Lagos y lagunas salpican ambos lados de la estrecha pista de arcilla fina y rojiza. Embalsamientos de agua dulce que se asoman al camino, pero que a buen seguro esconden celosos su infinita diversidad faunística. El sol aprieta fuerte, inundando el ambiente con su cegadora luz tropical.

De repente el aroma cambia, se hace súbitamente más fresco, más benevolente, trae recuerdos, sonidos, ecos que se van transformando finalmente en una voz reconocible, salina, que llama. Y es justo cuando el camino serpentea y vira, dejándonos a solas frente a ella, imponente, majestuosa. La “Puerta de No Retorno” se yergue orgullosa con aspecto desafiante. Detrás, el mar rompiéndose en mil pedazos de furia es el único que se atreve a asomarse por los claros que ésta deja.
Más de diez millones de mujeres y hombres esclavos atravesaron estas lindes durante los vergonzosos siglos que siguieron al “descubrimiento” de América. Hombres y mujeres que fueron forzados a traspasar esa puerta imaginaria que les impedía retornar a su mundo. Ahora no eran más que burda mercancía rumbo a ninguna parte, a un “Nuevo Mundo” que tantas esperanzas auguraba en las envejecidas vidas de la “Vieja Europa”. Jamás regresarían a su tierra, a su familia, a sus aromas, colores, tactos y sabores. A sus vidas. A su libertad.
Capturados y encadenados tierra adentro, a cientos o miles de kilómetros de la costa, procedentes de tierras desérticas o semidesérticas, y tras andar y andar durante extenuantes e interminables jornadas, debieron experimentar pavor al presenciar el mar por primera vez en sus vidas. Rayando la muerte por agotamiento, famélicos y deshidratados, no se sentirían sobrecogidos por la belleza de un lugar que acaricia los sentidos, sino que tendrían la visión de un lugar terrorífico. Un lugar ajeno, extraño, custodiado por la mar asalvajada e indómita del Golfo de Guinea. Es fácil comprender que muchos eligiesen la muerte antes que adentrarse tan debilitados y solos en algo tan violento que les rugía cual fiera desconocida.

Pero las infinitamente ricas tierras vírgenes del “Nuevo Continente” no merecían sino ser explotadas, puestas en producción. Y con una población indígena cada vez más diezmada a causa de matanzas, rebeliones sofocadas e incontables enfermedades transmitidas por los colonos europeos, por primera vez en la Historia se hizo evidente la necesidad de globalizar el mundo conocido. América sería el escenario, mientras que Europa, auspiciada por riquezas provenientes de Asia, orquestaría un triángulo vicioso que se retroalimentaría y garantizaría la mano de obra negra del otro lado del Atlántico.
El triángulo de la trata y comercio de esclavos africanos. En su mayoría portugueses, los colonos europeos encontraron en los potentes reinos costeros del Golfo de Guinea al aliado perfecto. A cambio de riquezas occidentales, los africanos del mar partieron durante siglos a la caza y captura de los negros de tierra adentro. Una vez en América, las riquezas producidas con el duro trabajo de estos esclavos eran enviadas a Europa, sirviendo nuevamente como combustible con el que incitar a más africanos a cazar a más africanos para el “hermano” blanco.
Mano de obra asegurada ante un nuevo continente que se revelaba cada vez más extenso y más rico, cuya explotación de tierras tan virginales parecía no encontrar límites. Riquezas infinitamente crecientes rumbo a la “Vieja Europa”. Por fin el mundo que importaba, el único, verdadero y real, el europeo, había encontrado el sistema perfecto.
Y todo ello a costa de nada. Apenas una decena de millones de almas que abandonaron forzosamente su tierra para morir lejos de ella, desenraizados. Quizá la más insoportable de las condenas humanas.