El hombre es un simple animal más sobre la faz de La Tierra. Inteligente, emocional o racional no dejan de ser meros adjetivos que nos definen, pero que no logran enmascarar nuestra condición animal. Y como tal, estamos condenados a relacionarnos con el resto de animales de acuerdo a la famosa cadena trófica. De acuerdo a la posición en que la Naturaleza ha decidido colocarnos a unos y otros, depredadores y presas.
Éstos últimos aparentan presentar una vida agónica. Siempre queriendo ser aniquilados, siempre luchando por no ser devorados. Pero sin embargo han desarrollado una habilidad increíblemente ingeniosa: tienen miedo. Miedo a su depredador, a la muerte, a su enemigo. El mismo miedo que les hace anticiparse, huir, esconderse, trepar, volar… sobrevivir.
Por lo que no dejo de cuestionarme por qué. Por qué los hombres temen entonces a otros hombres. Por qué necesitamos a veces huir, escondernos o anticiparnos al “otro”. Por qué hay ocasiones en las que unos hombres intentan sobrevivir a otros hombres sin ni siquiera llegar a conseguirlo.
¿Somos acaso nuestro propio enemigo? ¿Es que acaso el hombre depreda al hombre? ¿Existirá algún beneficiario, algún interés, en que nos temamos? ¿En que sigamos divididos en lugar de unidos en comunión?
A lo largo de los 50 días que llevamos durmiendo fuera de casa, sin el abrigo del techo y las cuatro paredes, adentrándonos en calles desconocidas y recorriendo carreteras y caminos nuevos, no he conseguido siquiera inquietarme por un fallo insalvable del motor. Ni por la meteorología más cruel. Ni por los animales salvajes. Ni por los peligrosos mosquitos. Ni siquiera por las enfermedades. Pese a ser todo nuevo para nosotros, no hay absolutamente nada que haya conseguido preocuparme. Nada salvo otros hombres.
La mirada ajena que dice pero no habla, el desconcierto de la lengua desconocida. La mera sospecha interna de “lo peor”, generada casi siempre sin argumento. Tal vez basada en el absurdo de ser diferentes, de otro color, de otras costumbres, de otras tierras.
Me cuesta admitir que, mientras proseguimos nuestro viaje por el mundo, mi mayor preocupación vaya a residir en “el otro”, en el que cruzará azarosamente su camino con el mío. Pero es cierto, creo que todos tenemos algo de miedo “al otro”. Puertas, candados, rejas y vallas están ahí para corroborarlo. Y cada vez que damos media vuelta a una llave o miramos dos veces de reojo estamos dando fe de ello.
Sin embargo, aunque pueda parecer ilusorio, incluso una utopía, no puedo resignarme a la idea de que nos temamos entre nosotros. Simplemente, no es natural. Y con ello me bastan los argumentos. Formamos parte de la misma especie, de un grupo numeroso de seres semejantes que obviamente se necesitan unos a otros para poder desarrollarse. Y en el que el miedo, a todas luces, no tiene cabida alguna.
A lo mejor simplemente estamos equivocados. A lo mejor no debemos preocuparnos más por el de enfrente, sino ayudarle y apoyarnos en él a un tiempo. A lo mejor todos buscamos lo mismo y todavía no nos hemos dado cuenta. A lo mejor todo reside en ello, en desnudarnos y dejar aflorar al humano esencial que todos llevamos dentro.

No me resigno, me he propuesto seguir tendiendo la mano y sonriendo a todo aquel que ose cruzarse en mi camino.