En estos momentos no hay nada que me produzca mayor placer que la perspectiva de un día entero sin plan alguno. Una trayectoria solar completa, un deslizamiento de orto a ocaso por la bóveda celeste sin norma, ley u obligación. Sólo para mí, para mi cuerpo, mi mente y mi alma. Para lo que mis tres entes me demanden. Todo un día para no hacer nada remarcable quizás. Tal vez nada productivo para algunos.
Tal vez para ser consciente de que respiro, de que el agua corre por el arroyo a escasos metros más abajo. Sí, sí, aquí, en mitad del desierto del Namib, al auspicio de los farallones rocosos de las Montañas Naukluft, las cuales permiten llenar este lugar inerte de vida. Un día para apreciar igualmente con gusto que el resol, en las tardes del otoño namibio, ya no abrasa, sino que a ratos únicamente parece interesado en acariciarme. Un día para constatar los aparentes cambios del relieve ocasionados por el caminar de las sombras: lo que antes era un pico ahora forma una bóveda; lo que hace un rato parecía una simple pared, de repente revela una pequeña cueva.
Tal vez un día entero para preguntarme cómo huele el desierto: ¿predomina el aroma del polvo? Es cierto que han germinado repentinas y efímeras flores amarillentas y anaranjadas. Notar igualmente cómo mi piel parece quebrarse ante valores cercanos al cero por ciento de humedad relativa. Tiempo para comprender el empeño de miles de aves en dar musicalidad a este mundo. Esas omnipresentes y eternas criaturas que finalmente los hombres parecemos haber decidido ignorar voluntariamente.
¿Qué colores me rodean? ¿Cómo es este cielo del desierto austral? Me gustaría tanto poder recordarlo dentro de un tiempo, tal vez cuando me encuentre bajo la lluvia copiosa de un clima húmedo y en un territorio de vegetación exuberante. Debo mirar atentamente por tanto. Analizar minuciosamente los detalles que capten mis pupilas. Es cierto que el marrón, más bien en tonos oscuros, predomina en las paredes rocosas de las montañas. Pero también es cierto que hay mucho rojizo por aquí. Esos aportes sedimentarios, polvo ferroso viajado desde el vecino Kalahari, amenazan igualmente con ser protagonistas. A veces afloran inclusos intersticios amarillentos sulfatados, y otras destacan los punteamientos ennegrecidos de los líquenes milenarios que, obstinados, se aferran a la vida en la mismísima roca desnuda.
Pero como decía antes, también se muestran las flores. Las lluvias de las últimas semanas han permitido aflorar a la hierba y, por casi todas las partes bajas, en el lecho de los barrancos arenosos, el suelo ha quedado alfombrado y enmoquetado de verde. Durará poco, apenas unos días, quizá semanas, y después se evaporará. Soy consciente del regalo tan bello que me ofrece el desierto. Porque la belleza es efímera, nunca permanece, y termina borrándose siempre con el pasar del tiempo. Tal vez todo es más bello cuanto menos dura. Y aquí resistirán únicamente los valerosos arbustillos espinosos y las acacias acostumbradas a soportar la gran sed de este clima agotador.
En efecto, el paisaje es complejo, por lo que requiero de mi tiempo y mi atención para comprenderlo y asimilarlo. Como igualmente lo requiero para reflexionar y conversarme. ¡Ay… empresas éstas tan simples y complejas a un tiempo!
La perspectiva de un día entero, nuevo y resplandeciente que acaba de nacer, consagrado enteramente a la contemplación, estremece algo en mi interior. La ausencia de plan lo colma por tanto de improvisación. Y ello no provoca sino un ahondamiento en mi sensación de libertad interior. Mi espíritu parece sobresalir de mí al verse completamente desatado de mi cuerpo. Aunque, en cualquier caso, ¿será cierto que existe la libertad? Pues hace poco escuché que ni siquiera las aves son libres. Todo lo contrario: el precio de ser ave es la esclavitud del viento. Y no es que éste goce de mayor libertad, para nada. Más bien se ve sometido a la influencia que ejercen sobre él los deslizamientos solares a lo largo y ancho de nuestro planeta. El sol es el motor del viento, sin rayos solares que calienten La Tierra, el viento no sería nadie.
Pero… ¿y el sol? ¿será acaso libre nuestro mismísimo astro vital? Quizá… Aunque, más bien, parece simplemente obediente y sumiso, resignado pese a su potencial, a permanecer humildemente en el punto exacto en el que tal vez le confinó alguna vez alguna fuerza superior. Sin ni siquiera plantearse gozar de otro establecimiento, de abrirse paso por un nuevo camino, original, libre, y enclavarse en un lugar propio, lejos de su esclavitud cansina de miles de millones y millones de años.
Pero… y esa fuerza superior, ¿gozará acaso ésta de nuestra prometida libertad? ¿o será por el contrario presa de su constante dedicación a la creación? ¿víctima de su continua vigilancia de que todo lo creado obedezca a las normas que ella misma nos impuso a seres animados e inanimados?
¡Qué compleja es la vida!, la existencia del hombre en La Tierra… Su continuo vagar y divagar de una cuestión existencial a otra sin obtener certitudes. Apenas puede especular, formularse a sí mismo teorías o asunciones con las que poder sosegar su alma intranquila y necesitada de respuestas. Para el hombre despierto, la vida se erige en un continuo deambular por el camino de las utopías. El mismo que le obliga a admitir fracasos y acumular derrotas, como lo es el asumir que quizás, o quizás con toda probabilidad, libertad o felicidad sean conceptos que no formen parte de lo real, que no quepa su existencia. Y sólo se trate de meras palabras, formas etéreas únicamente arraigadas en el imaginario de nuestras mentes.
Imagino que es por ello, entre otras cosas, por las que decidió idear el concepto de utopía. Para poder hacer comprender a su alma, y sin que ésta muriese de inmediato, que es probable que felicidad y libertad no existan. Para poder continuar viviendo tras sufrir el más duro de los reveses. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿hacia adónde poner rumbo? ¿dónde mirar? Libertad y felicidad fueron las banderas que la humanidad erigió como estandartes. Y ahora sin ellas… Se corre el riesgo de zozobrar cuando la proa no tiene definido el puerto de destino.
Y mientras tanto La Tierra gira sin vacilación alguna. El tiempo, de existir, prosigue su curso con indiferencia. Con actitud altiva, altanera. Se permite mirar por encima del hombro al resto de creaciones, sabedor de su dominación y su poder supremo sobre todo. La Naturaleza por su parte, ese todo totalizador, no muestra piedad por el hombre despierto. No demuestra poseer intención alguna en ayudarlo a sofocar el desasosiego de su alma proporcionándole porqués. Al contrario, se percibe inerte, implacable. Y el hombre se encuentra solo.
O quizá no. Quizá todo está marcado y escrito. Escrito en el polvo, en el agua, en el viento, en los gestos y sonidos de otros animales, en la oscuridad, en las plantas, en la luz, en las arenas profundas, en las llanuras infinitas o en las estribaciones y escarpaduras montañosas. Tal vez incluso dentro del fuego que apacigua. A lo mejor las respuestas están ahí afuera, se muestran ante nosotros, pero todavía no somos lo suficientemente sabios como para reconocerlas.
O tal vez no es eso. Tal vez únicamente lo hemos olvidado, ¿cómo saberlo? Tal vez hubo un tiempo en que fuimos sabios y conscientes, capaces de comunicarnos con nuestro medio, con la Naturaleza. Y tal vez ésta nos proporcionaba el conocimiento necesario. Sí, tal vez sea eso, y sólo debamos dejar aflorar a nuestro yo más profundo, al ser puro y original que todos llevamos dentro, a fin de recordar. Recordar quiénes somos, de dónde venimos y hacia adónde vamos.
Precioso y muy profundo amigos. Soy un enamorado de los desiertos y hoy (ahora) daría lo que fuera por no tener plan alguno junto a vosotros en ese desierto seco. Algún día viajaremos juntos.
La voluntad de viajar juntos ya está «echada» por ambas partes, dejemos que la Naturaleza haga el resto…
(en la medida que esté en tu mano, traslada ese «desierto seco» sin planes a cada minuto tuyo…). Un abrazo enorme!!!