Quizá esto que sigue no tenga mucho que ver con una aventura de vuelta al mundo. O quizá sí, no lo sé, me da igual. Creo que, sea como sea, la sabiduría siempre hay que compartirla. Así que ahí va.
Mi abuelo tiene 93 años. Adolescente de la Guerra, tuvo la ocasión de conocer el valor de las palabras hambre y miseria. Quizá por ello siempre ha contado con una energía y un empuje aplastantes. Será que la necesidad, esa que nosotros no hemos conocido, te llena de una especie de fuego interno y te hace mirar a la vida de frente.
Mil y una veces me ha repetido que nunca fue a ninguna parte: del campo a pintar y de pintar al campo. Ni fines de semana ni vacaciones. “Un día pare otro”, como siempre decía. Y siempre andando, con helor, con calina. Únicamente sus dos años en el “Servicio”, su mayor aventura en esta vida, le sirvieron para salir un poco y comprender que a lo mejor el mundo sí era tan grande como decían algunos entendidos.
Desde que era un chaval le llevo preguntando por qué. Por qué trabajó tanto. Por qué no disfrutó un poco más de la vida.
Pero siempre lo ha tenido claro: -“¿Y si mañana no hay para todos? ¿Y si mañana nos falta?…”
Mañana, mañana, mañana…
Desde hace unos meses está en la cama. Casi ha perdido su identidad y hay que ayudarle en todo. Nunca habla y su llama interna apenas se vislumbra. El otro día, con los ojos cerrados pero lúcido, me confesó:
-En esta vida he trabajao más que debiera de haber trabajao…