África Occidental

El conductor apenas acierta a encontrar la palanca de cambios. Y no por falta de destreza, sino porque ésta queda escondida entre las piernas del pasajero, uno de los dos hombres que comparten el escueto asiento delantero. La parte trasera no ofrece mejores perspectivas: una señora, un chico, Rosalía y yo nos amontonamos como podemos. No importa si las ruedas rozan la carrocería a la mínima ondulación del terreno. Y no será por falta de agujeros. En todo caso, mientras camine todo va bien.

Siete personas compartiendo aire, sudor y casi latidos de corazón en apenas tres o cuatro metros cuadrados y ni una sola palabra, ni una mínima alegría o un poco de humor o conversación. Sólo se habla de dinero a la hora de subir o bajar del coche, bien para negociar la tarifa a la subida, bien para quejarse del aumento del precio a la bajada. Sólo es eso, dinero y más dinero.

Taxi en Lomé, Togo
Viaje en taxi por las calles de Lomé, Togo.

Un pie en tierra y comienza el bombardeo de motos y más taxis “rogando” llevarte sea donde sea y como sea. Su mirada es desesperada, como si un peligro inminente estuviera a punto de acontecer y quisieran salvarte la vida aun a riesgo de exponer la suya propia. Pero no, no se trata de ninguna aventura. En realidad sólo pretenden eso, dinero, apenas un poco de dinero por cederte medio asiento y sus habilidades al manillar esquivando coches contaminantes, camiones prehistóricos, personas con rumbo incierto y hasta animales.

Del otro lado de la calle el mercado invade el ambiente con su olor a humo de madera mal combustionada, con los fétidos aromas de putrefacciones alimenticias varias y con la estruendosa mezcolanza de griteríos, músicas desordenadas, lamentos animales y pitidos. La tromba de agua acontecida hace pocas horas no ha respetado las maltrechas y mal preparadas techumbres de palos, paja, telas rotas, plásticos raídos y sacos agujereados.

Y con ello abunda el barro, nutrido no sólo con el agua bendita de las nubes, sino con los efluvios de grasas, huevos rotos, pescados podridos, verduras pasadas, caldos y restos de comida e incontables desperdicios irreconocibles. Barro sobre el que se mueven sandalias rotas o pies descalzos, chanclas para los más afortunados, cascos de burro o pezuñas de ovejas desorientadas y acongojadas.

No hay luz, ni agua corriente. Por supuesto no hay papeleras o contenedores. Todo va al suelo y que sea la propia naturaleza la que solucione el entuerto. Higiene y seguridad alimentaria fueron vocablos que no encontraron su hueco en el diccionario del mercado. Llegaron tarde y resultaron ser conceptos demasiado costosos para vidas tan al límite. Batallones de moscas, moscardas, hormigas, avispas, tropas de gusanos e infinitas bacterias velan por la salvaguarda del lugar. -“Tranquilos, todo está bajo control. Mañana todo esto estará limpio y preparado”.

Todos los puestos ofrecen lo mismo. Los mismos tomates, las mismas lechugas, pepinos, coles o batatas. Los mismos plátanos, los mismos aguacates, montañas de mangos y de cacahuetes. Mismo tamaño, mismo precio, mismo formato. Todo está tan amontonado que resulta imposible averiguar dónde empieza uno y dónde termina el otro. Sin embargo, la competencia es brutal. Vender o no vender la mercancía no es una cuestión banal, es vital. Significa que la familia tenga para comer. Por lo que hay que luchar. Luchar a voz en grito y mirada y gestos desesperados por superar la competencia del resto y ser la elegida en la que gastar unas monedas a cambio de un poco de fruta y verdura.

Pero hay más. Furgonetas rotas atestadas de mercancías y personas sin cinturones, ruedas roídas, asientos despellejados y mil hierros salientes con los que dañarse al mínimo impacto. Adolescentes que vigilan animales transportados en camiones, montados a horcajadas sobre los laterales de tráileres, sin ninguna medida de seguridad, sin sujeción de ningún tipo. Sólo armados con su vara y protegidos con un triste pañuelo en la cara, por caminos polvorientos, llenos de agujeros, a toda velocidad, bajo el sol que quema, de noche, con lluvia. Mujeres y niñas con enormes fardos de leña a la cabeza, con cazuelas, platos y sartenes. Por caminos maltrechos y senderos, equipadas con chancletas tres o cuatro tallas más pequeñas o más grandes.

Niños con manadas de vacas, arando con bueyes, allanando caminos con picos y azadas, cortando madera o quitando rastrojos con machetes más largos que sus brazos. Vendedoras ambulantes con kilos y kilos de pan, agua, fruta, ropa, dulces, maíz, cacahuetes…Ofreciendo su producto casi con su último aliento, suplicando, bajo el sol criminal, recorriendo kilómetros cada día y soportando la mirada evasiva de todo el mundo. Porque nadie tiene. Porque no hay dinero para nada. La lista de desdichas sería interminable.

Vidas gastadas, con un tinte desesperado, casi siempre al límite, sin apenas concesión para el esparcimiento, el placer, la diversión, el amor…la felicidad. Siento que la felicidad no tiene cabida alguna aquí. Sería como gritarla al fondo de un pozo.

Y todo por eso, por dinero, por el maldito dinero. El mismo dinero que a un tiempo libera y condena a la humanidad entera. Y en África Occidental impera justo por eso, porque no hay, porque todo el mundo habla de él pero nadie lo toca. Porque tener para hoy ya es tener bastante, ya se verá mañana. Porque quisieran escapar de sus fauces, de su asedio y de sus garras que aprietan y en ocasiones ahogan. Porque quisieran tener dinero para poder dejar de pensar en él aunque fuera por un instante.

Pero todo está atado y bien atado. Tal vez me equivoque, pero percibo que las cruentas tratas de esclavos primero y el brutal colonialismo europeo que le prosiguió dejaron una impronta derrotista en estas gentes, sumisas, benevolentes y sufridoras a partes iguales. Si bien el fin de la venta de hombres supuso un gran alivio, el colonialismo (francés en este caso) jamás desapareció de estos ricos territorios. Los países francófonos sólo son realmente independientes cuando se miran sus fronteras en un mapa, puesto que en la práctica, economía y decisiones políticas parecen estar manipuladas en la sombra por las mismas manos que hace cincuenta años no necesitaban esconderse.

Ilustra testificar que ni siquiera cuentan con su propio dinero, lo suministra Francia. Como el buen padre que raciona el dinero de su hijo. Y frustra comprobar el desastroso estado de las conexiones a internet, la mejor fuente de información para el pueblo actualmente. ¿Por qué si la tecnología ya está inventada? No es azaroso, es voluntario. Igual que duele ver lo difícil que resulta acceder a un cierto nivel educativo, aun para gente dispuesta a trabajar, a cambiar las cosas, pero obligadamente resignada a una vida sin posibilidades. Información y educación, pilares básicos del avance y la rebeldía que deben mantenerse a toda costa encerrados bajo llave cuando lo que se pretende es someter al pueblo.

Me duele ver lo que veo a mi alrededor, descubrir cómo hay gente que vive así, en condiciones lamentables, diríase que indignas. Me cuesta mucho admitir que no sé lo qué puedo hacer por ayudarles, espero que escribir sirva de algo…airear estas palabras con la esperanza de que calen en el alma de la conciencia global social. Ojalá que eso sirva para ayudar a mitigar sufrimientos.

Porque me indigna. Me indigna presenciar que son dirigidos por dirigentes que a su vez son dirigidos por dirigentes sin escrúpulos, que sólo piensan en una cosa: el dinero. El mismo dinero en el que sólo piensa su paupérrimo pueblo. Personas como tú y como yo, como todos, pero que arrastran la pesada cruz de ser una raza físicamente fuerte y resistente, de haber nacido en una tierra inmensamente rica. La vida es así de irónica supongo.

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