La Costa sin Marfil

Pocos nombres pueden resultar tan seductores: la Costa del Marfil. Evoca exotismo, pureza, naturaleza salvaje y exuberante. Atrae, pues suena a exploraciones, a animales. Inevitablemente suena a elefantes, a esos colosos todopoderosos. Quiero imaginar a los primeros navegantes europeos arribando y desembarcando en estas costas. Debieron quedar maravillados por tanta belleza, por una tierra tan rica, donde los grandes mamíferos pacían a sus anchas. Quiero pensar que por ello le regalaron un nombre tan melódico a los oídos.

El paisaje corre ante mi ventanilla como una película sin cortes y sólo me viene una idea a la cabeza: la Naturaleza es generosa aquí. La tierra arcillosa se presenta rojiza-anaranjada, como si hubiese sido bronceada por el sol. Ese sol tropical que calienta con fuerza, pero que se releva pacíficamente con los enérgicos chaparrones que inyectan de vida las entrañas mismas de la tierra. Así es, la ecuación vital contiene todos sus elementos aquí, arrojando un resultado que regala los sentidos: mangos, papayos, aguacates y multitud de otros árboles frutales crecen de forma espontánea entre los gigantescos árboles, arbustos, plantas trepadoras e infinitas lianas del bosque tropical más impenetrable.

No se requiere demasiado. Los campesinos lo saben. Les basta con enterrar una semilla o un trozo de tallo cortado: -“sólo hay que esperar unos días”. Nada más, ni fertilizantes, ni abonos, ni apenas ningún cuidado. La Naturaleza hace aflorar la vida.

Sin embargo, el dulce sueño se va desvaneciendo al tomar el pulso a la realidad del momento. El paisaje se ensombrece al averiguar, por ejemplo, que aquí apenas quedan más elefantes que los representados en el escudo nacional. Apenas un pequeño reducto sobrevive en estrechas reservas con las que, tal vez, justificar un pasado glorioso.

Como tantos otros animales salvajes, los elefantes han perdido sus hábitats naturales. Y más aún, en África Occidental impera generalmente una ley: la de la necesidad. Muchas veces la del hambre. Por lo que todo aquello con carácter alimenticio ya ha sido previamente cazado hasta el agotamiento mismo. Y cómo no la guerra…Costa de Marfil lloraba sangre hace apenas quince años. Y todos sabemos que todo vale en tiempos de guerra. Poco importa si se extinguen animales cuando se trata de alimentar al odio y la venganza.

Y cuando llega la paz, el desarrollo humano requiere de alimentos, y una vez más la deforestación y la explotación agrícola ganan una batalla que no presenta si quiera resistencia. Cacao, yuca, bananas, ñame, maíz, caña o batata amenazan en su esplendor con desbordarse incluso por caminos y carreteras. La infinita vegetación conviene igualmente en multiplicar al ganado doméstico. Como decía, la Naturaleza es generosa aquí.

Sin embargo, resulta irónico comprobar las condiciones de vida de algunas personas que pisan una tierra tan rica. Los vergonzosos precios del cacao, impuestos por las multinacionales europeas, apenas dan para que los productores locales malvivan. La riqueza se marcha a Occidente encapsulada en forma de pepitas oscuras en grandes contenedores de barco. Aquí sólo resta el sudor y la sensación de ser asaltado por extranjeros, ante la mirada pasiva de un gobierno que prefiere tomar la mano del extraño. El resto de productos cultivados tampoco aseguran mejores condiciones en el mercado.

Es cierto que a ratos se vislumbran algunos trazos de una cierta “calidad de vida” pero, al mismo tiempo, duele comprobar cómo pueden existir signos de desnutrición en algunos niños en una tierra que lo dispone todo y no se guarda nada. Estoy empezando a aborrecer a los gobiernos. Sus mentiras, su pasividad, su hipocresía, sus represiones y control, su falta de valores, su nula humanidad…

Creo que he llegado tarde aquí. Quisiera volver al momento en el que el hombre no era prisionero del dinero, ni el capitalismo secuestraba la belleza de los bosques y las selvas. Al momento en el que el hombre sólo comía cuando tenía hambre y bebía cuando tenía sed. Cuando existía un equilibrio. Cuando no existía la palabra basura. Creo que podría arriesgarme a renunciar a las comodidades y placeres del mundo actual desarrollado y tecnificado. Tal vez no soportaría esa vida. Es probable.

Pero al menos no tendría que ver lo dañinos que somos a veces, nuestra capacidad para transformar lo bello en mortecino. Aquí el entorno es mágico cuando orquesta la Naturaleza, cuando ésta opera a sus anchas. Pero es inevitable, aparece un pequeño asentamiento humano y todo se pudre: ruidos, humo, polvo, polución, basura, basura, basura…Tiene tintes epidémicos.

Hay quien sostiene que el hombre no es ni siquiera responsable de sus actos, que no influye en el futuro ni en el devenir de nuestro planeta. Que no somos para nada determinantes. Que somos meros testigos del plan trazado por la mismísima Madre Naturaleza. Ésta tiene el poder absoluto, mientras que el ser humano no obra por sí mismo, sólo asiente y ejecuta órdenes sin ser siquiera consciente de ello. Todo está escrito y planeado, y únicamente tienen lugar los acontecimientos.

Tal vez así sea, no lo sé, y lo cierto es que cada día estoy más confuso en ese sentido. Aunque convengo en aceptar que somos demasiado insignificantes como para determinar el futuro de algo tan extraordinario como nuestro planeta. Pero por otro lado, no puedo resignarme a creer que la Naturaleza se esté dejando morir de esta forma. Quiero pensar que se trata tan sólo de un aprendizaje.

Sí, eso es lo que creo. La Naturaleza nos alecciona. Nos está dejando contaminar, extinguir, manchar, masacrar, oscurecer, ensuciar, marchitar, agotar y destruir precisamente para eso, para subrayarnos todo lo grandioso que se presenta ante nosotros pero que estamos dejando de ver. Estamos olvidando cómo se hacía, cómo se miraba, se olía, se tocaba y se sentía. Pero la Naturaleza es paciente e insiste. Hoy mismo está ocurriendo. Ahora. Nos está enseñando dónde y cómo nos equivocamos.

El sabio reconoce y rectifica sus errores. Trabaja cada día para ello…Seamos pues sabios, sin esperas, cada día, hoy, ahora. Reconozcamos internamente qué podemos cambiar y aportar individualmente, sin excusas. Hagámoslo por nosotros mismos, egoístamente, por satisfacernos. Pero también generosamente, por los que vengan. Tal vez no necesitemos consumir tantas “cosas” como creemos.

Sintamos, escuchemos, eduquemos, seamos ejemplo. Sabios, seamos sabios. Tan sabios como para aprender de nuestros propios errores.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *