El trayecto
Anuncios de fertilizantes —camuflados por densas columnas de humo negro— eran todo lo que sobresalía por encima de la inmensa llanura esmeralda que la soja tejía de camino a la Reserva Natural del Bosque Mbaracayú.
Parecía mentira que la naturaleza pudiera tener cabida en un lugar como aquel, barrido por la deforestación y los fuertes vientos propios de las planicies sin vegetación. Nada parecía indicar que aquellos páramos de insolación hubieran sido hasta hace poco un profuso bosque subtropical: el Bosque Atlántico del Alto Paraná (BAAP).

La reserva de Mbaracayú —declarada Reserva de la Biosfera por la UNESCO en el año 2000— se encontraba en la región oriental de Paraguay (en el departamento de Canindeyú) y hacia allí galopábamos cargados de ilusión y material escolar. Hacía medio año que un amigo de Valencia había ofrecido un concierto solidario, y los doscientos euros que se recaudaron nos fueron entregados con una condición: llevar material a un colectivo que lo necesitase.
Paraguay nos pareció el lugar idóneo donde aportar ese pequeño granito de arena y buscamos dónde y cuándo. Mónica Bareiro, periodista paraguaya—y ahora ya amiga—, nos habló del Centro Educativo Mbaracayú, un instituto de jóvenes mujeres rurales e indígenas en los albores de la selva paranaense.
Enseguida nos pusimos en contacto con Carmen Recalde (encargada del Mbaracayú Lodge), quien nos escribió muy amablemente comentándonos las necesidades de material que tenían las chicas. De todo lo listado, decidimos comprar calculadoras científicas solares y tablas periódicas.
Caminábamos bajo un denso calor ajeno al invierno que vivía el hemisferio sur. Enseguida dejamos atrás la recién asfaltada carretera y nos zambullimos en una pista de tierra colorada. Conforme sumábamos kilómetros, parecía como si la soja transgénica fuera mutando, devolviendo a la tierra su originaria cobertura vegetal.
Cuando parecía que ya no podríamos avanzar más, giramos a izquierdas y la espesa selva se abrió. Un guardaparques sonriente —tomando tereré a la sombra de su garita— nos dio la bienvenida: habíamos llegado a la reserva. Carmen y Celia nos recibían, minutos después, con una fuerte sonrisa y los brazos abiertos (demostrándonos, una vez más, la calidez y hospitalidad de la gente paraguaya). Tras acomodar a Rocinante en la zona de acampada —protegido de los poderosos rayos solares— volvimos a la recepción para charlar con ellas sobre el proyecto…
El proyecto
La Reserva Natural del Bosque Mbaracayú constituía uno de los últimos remanentes del bosque subtropical denso y húmedo de Paraguay (del que apenas restaba el 7 %). Ante las dificultades de promover el cuidado y respeto por los bosques nativos (dada la elevada tasa de deforestación del país), la Fundación Moisés Bertoni —gestora de la reserva privada— decidió crear, dentro de la misma, un centro de formación en ciencias ambientales para las jóvenes adolescentes aledañas al área de influencia.
Su idea se basaba en la convicción de que solo a través de la educación se podría crear un vínculo entre las comunidades locales y la naturaleza capaz de sostenerse a largo plazo, permitiendo así la pervivencia del bosque subtropical.
Así nació en el año 2009 el Centro Educativo Mbaracayú (CEM). En el CEM estudiaban —en régimen de internado— ciento quince alumnas de entre catorce y dieciocho años. Alumnas venidas de las poblaciones campesinas cercanas, de las comunidades indígenas Aché (Arroyo Banderas y Chupapou) y Ava Guaraní (Mboy Jagua, Yta poty y Fortuna), e incluso brasileñas. La Fundación decidió que fuera un centro exclusivo de mujeres por una razón primordial: contrarrestar la situación de vulnerabilidad que las jóvenes sufrían en el ámbito rural para el acceso a la educación.
Celia y Carmen nos hablaban de las dificultades de los primeros años con algunas de las alumnas… Muchas se escapaban (generalmente las chicas de origen indígena), cruzaban el bosque y volvían a sus poblados; otras debían lidiar con embarazos incipientes (la mayoría no deseados), con familias que rechazaban su ingreso por ausentarse del hogar… El hecho de que algunas de ellas no hablaran español ni guaraní, también dificultaba su proceso de aprendizaje y formación.
La formación
Paseamos por las instalaciones mientras nos hablaban de la formación… Las chicas eran preparadas en un Bachillerato Técnico en Ciencias Ambientales, con énfasis en agroecología y turismo de naturaleza. Al margen de las materias básicas —establecidas por el Ministerio de Educación—, su formación se complementaba con materias específicas como meteorología, agroecología, manejo de recursos naturales o economía ambiental.
Eso en cuanto a las materias, pero en cuanto al método de aprendizaje, vimos que las chicas estudiaban según los parámetros del «aprender haciendo». Las jóvenes, tenían el inmenso privilegio de estudiar sobre la Tierra con los pies en la tierra, rodeadas de un entorno primigenio, puro y salvaje. Sus profesores eran docentes y técnicos a la par, ofreciéndoles una enseñanza mucho más directa y práctica. El bosque era su aula, mientras que los terrenos cercanos (fuera de la zona de reserva) servían de campo de cultivo y hogar para el tambo.
Ellas analizaban los niveles meteorológicos, sembraban y cosechaban en el huerto, atendían a los animales en la granja, analizaban el comportamiento de aves, reptiles y mamíferos de la reserva, custodiaban sus cauces de agua e identificaban cada especie de flora del entorno. Todo ello combinado con las lecciones teóricas.
En definitiva, se nutrían de un aprendizaje puramente experiencial, asimilando de forma directa la importancia del cuidado del bosque y la imperiosa necesidad de protegerlo, atendiendo a las necesidades del mismo y haciéndolas compatibles con las del ser humano. Se convertían en las hijas del bosque y éste en su casa.
Autofinanciación
Cuando les preguntamos acerca de la gestión financiera del centro, enseguida nos respondieron: «el centro se autofinancia». Al margen de la simbólica cantidad que aportaba cada alumna —unos 10€ al cambio, que las chicas podían llevar en dinero o en especie (frutas, verduras, carne…)—, el centro basaba su financiación en un sistema sostenible de agronegocios y servicios turísticos en el que las alumnas eran participes prácticamente al 100%.
Ellas obtenían del cuidado del huerto y de los animales los productos necesarios para su alimentación, y vendían los excedentes a las comunidades locales para generar ingresos. También, fabricaban su propia miel y especias, que comercializaban en la recepción del complejo hotelero que había junto al centro, el Mbaracayú Lodge donde, además, las chicas hacían las prácticas de su formación teórica en turismo de naturaleza.

Con todo ello se conseguía un completísima formación, pues las chicas aprendían una serie de valores y habilidades difícilmente alcanzables en un centro educativo tradicional: protección y cuidado del medio ambiente, convivencia equilibrada con el entorno, trabajo en equipo, autosuficiencia, cooperación, empatía y humildad, madurez y responsabilidad, apego a la tierra…
Satisfacción
Durante uno de los descansos entre clase y clase, nos acercamos a entregarles a ellas —personalmente— la caja con las calculadoras y las tablas periódicas. Les hablamos de nuestro viaje, nuestros estudios y nuestra vida, pero sobre todo, de ellas, de cómo nos parecía un verdadero privilegio el hecho de estudiar y de vivir en pleno bosque subtropical. Poder escuchar el trinar de las aves desde las ventanas de las aulas o poder rastrear las huellas de zorros y yaguaretés cada día, estaba a años luz de nuestras escuelas…
Charlamos tranquilamente con algunas de ellas. Estaban orgullosas de estudiar allí. Felices y entusiasmadas, nos hablaron de sus progresos en inglés o robótica, y de cómo ellas mismas habían ideado —con el apoyo de sus profesores— un sistema para producir luz a través de la gravedad; o de cómo obtenían biodiesel (para el tractor y el generador) a través de la resina de un árbol indígena, el Kupa’y.
Nos contaron también, que el año anterior habían viajado hasta Emiratos Árabes Unidos para recibir un premio a la sostenibilidad, el Zayed Sustainability Prize, en representación de los colegios de las Américas. Un premio que reconocía la labor que hacían las alumnas para combatir su dependencia eléctrica y la apuesta que habían hecho por un sistema de paneles solares híbridos, a través de una tecnología de sistema dual, con el cual obtenían luz y agua caliente.

Nos marchamos de allí convencidos de que otras formas de educación —en convivencia y respeto hacia la naturaleza— eran verdaderamente posibles. Las chicas respiraban paz, energía y armonía, como su entorno. Nos fuimos emocionados, deseando que muchos más centros del mundo siguieran su ejemplo, en el que chicas (y chicos también) salvasen el bosque creando un futuro para sí mismos.
Compartimos este vídeo reciente sobre el Centro Educativo Mbaracayú.
Nota: tras esta última entrega solidaria de material, nos quedan treinta y cuatro euros pendientes de gasto (nueve euros que sobraron de los doscientos recaudados en el concierto solidario, más veinticinco que llegaron tarde para la ayuda entregada en el KCA de Botswana). Estamos abiertos a cualquier sugerencia para llevar más material con ese dinero.
HOLA QUERIDOS. SI DIOS QUIERE ESTAREMOS LLEGANDO EN NUESTRA VALLE EL 21 DE FEBRERO!!!!! RAMONA
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Hola me gustaría saber si se puede ayudar como voluntario? Estaría genial ayudar 🙂
Hola Leidy,
Perdona, pero no vimos tu comentario. Para ayudar como voluntaria tendrías que ponerte en contacto con la Fundación o con el Centro directamente. Ellos te dirán si es posible y de qué manera.
http://www.mbertoni.org.py/at_centro_mbaracayu.php
¡Saludos!
Yeee
Cómo me alegro de leeros, cuidaros mucho.
Abrazos. Lupi.