Arena y polvo, viento… y calor, mucho calor. Supongo que con el tiempo esos serán los recuerdos que perdurarán en mí cuando piense en Mauritania.
Con apenas tres millones de habitantes sobre un territorio cerca del doble del español, Mauritania es un país prácticamente deshabitado. Absorbido en su casi totalidad por el imponente desierto del Sáhara. Éste se presenta muy serio e implacable hacia el interior del país, alcanzando máximas de más de 50ºC y valores de humedad casi inexistentes, pero se extiende igualmente hasta besar las aguas del Atlántico.

Aunque ello no impide que el ser humano habite tierras tan hostiles. Cuna de la civilización mora, las aldeas del interior del Sáhara preservan libros de estudio centenarios. Y es aquí donde se instalan los auténticos mares de dunas del desierto. La viva imagen que uno tendría en mente al pensar en el Sáhara: kilómetros y kilómetros de montañas de arena suavemente moldeadas por el viento.
En cualquier caso, estas aldeas albergan grupos poblacionales muy reducidos. Comunidades dispersas de diversos pueblos nómadas: tuaregs, beduinos… El “grueso” de la población mauritana se agolpa entre las ciudades costeras de Nouadhibou al norte y Nouackchott (la capital) en el centro, así como en Rosso, en la ribera del río Senegal, al sur.
Si bien se trata de un territorio dominado siempre por el viento, éste se ve intensificado durante los meses de verano, coincidiendo con nuestro paso por el país. Ello hace que, para alguien no acostumbrado a tales condiciones climáticas y orográficas, pueda llegar a resultar agobiante el simple hecho de desplazarse. No hay árboles ni apenas arbustos, y muy raramente se observan poblaciones a lo largo de la única carretera que conecta las tres principales (y únicas) ciudades.
Sólo arena. Arena en continuo desplazamiento a causa del incesante viento. Presente en todo momento en el ambiente como una nube constante queriendo anunciar un mal presagio. Arena que lo inunda y devora todo. Incluso las carreteras. Lo que obliga a estar continuamente vigilante, pues pueden quedar súbitamente sepultadas. El viento obliga a hacer las cosas con urgencia, a querer estar protegido continuamente por cuatro paredes.
Uno de los pocos valientes que se adentra en el Sáhara es el tren que transporta el mineral de hierro desde las minas del interior hasta el puerto de Nouadhibou. Con más de dos kilómetros de vagones, es el tren más largo del mundo. La falta de alternativas fuerza a muchos intrépidos a viajar como polizones sobre las montañas negras de mineral, expuestos al terrible sol y los puñales de arena lanzados por el viento en el Sáhara más cruel.
Mauritania dispone de unas de las aguas pesqueras más ricas del planeta. Pero no dispone sin embargo de grandes flotas con las que explotar dicho recurso. Por el contrario, sí que vende grandes cuotas de pesca a países europeos y asiáticos, dejando en interrogante qué porcentaje de negocio es revertido posteriormente en el bienestar de la población local.

Las carreteras están rotas, desapareciendo en muchas ocasiones. Como tan rotos están sus coches, dando la impresión de que aquí llega todo lo que ya no queremos ni nos gusta en Europa. Circular por las ciudades es toda una aventura. Nada de derechas e izquierdas, semáforos, stops o carriles. Sólo impera una ley: “voy por donde quiero y como quiero”. Golpes, colapsos y caos generalizado son sus consecuencias lógicas.
Las calles son de arena amontonada y la basura se desparrama por todas partes, mientras que los productos básicos de consumo no son para nada económicos. Sin apenas tierras fértiles de cultivo, todo es importado.
Sabemos que no hemos viajado a Mauritania en la mejor época del año y tal vez se trate de una simple apreciación subjetiva. Tal vez. Pero lo cierto es que no hemos percibido a una población exageradamente feliz. Aquí impera un régimen militar en el que la policía exige detalles personales con una regularidad exacerbada, casi irrisoria. Desde luego no se perciben ni la libertad ni la alegría de vivir que nosotros buscamos. Por lo tanto, fieles a nuestro principio de “viajar con el corazón”, ahí vamos, aligerando nuestro paso rumbo al sur.

El puente sobre el inmenso río Senegal nos abre las puertas del Sahel, aportándonos el optimismo que conlleva el comienzo de la vegetación. Acacias y baobabs al norte, bosques tropicales y ríos enormes al sur. Próxima parada: Senegal.
Si es que estos chicos encima escriben de maravilla! En cuatro lineas nos hemos hecho una idea de lo que es ese pais.
Has plasmado perfectamente esa tristeza de la que hablas. Triste también que las pocas riquezas, pesqueras y mineras, reviertan en compañías extranjeras y posiblemente en unos cuantos terratenientes. Pero así son las cosas y así lo habéis contado!