A ratos me agobia nuestra sociedad consumista. Imperante y arrolladora, termina por convertirlo todo en eso mismo, en consumo. Nada parece tener razón de ser por sí mismo. Como si todo careciese de esencia propia y las acciones sólo tuviesen sentido y justificación cuando van aparejadas de ciertos bienes de consumo. Esos que se han ido enquistando en toda actividad humana y que ya no sabemos distinguir y aislar de nuestros propios actos. Esos que se han ido colando en nuestras vidas a cuentagotas, terminando por resultar indispensables sin serlo, y que ya no sabemos averiguar cuándo aparecieron y cuándo comenzaron a robarle la verdadera identidad a nuestras vidas.
¿Quién alcanza ya a divertirse, practicar deporte o realizar sus hobbies sin consumir nada? Se charla en bares, restaurantes y cafeterías. Se corre en cintas mecánicas de ruidosos y sudorosos gimnasios acotados. Se pasea por centros comerciales a cuya calificación no me aventuro. Consumimos para trabajar o desplazarnos. Incluso “para no hacer nada”, para algo tan simple como relajarnos parece que nos hace falta “algo”.
Hasta la comida muchas veces deja de ser un bien necesario y elemental, de modo que comemos por modas, tendencias y apariencias. Por si fuera poco, parece ser que tenemos el tiempo justo para alimentarnos pero no para nutrirnos. Aunque esa es otra historia. Consumimos la información; las redes y los medios que ofrece internet saturan nuestro intelecto precisamente con sobreinformación. Esa que, irónicamente, nos impide dedicar plena consciencia al oficio de informarnos como cabría. ¡Se consumen hasta las personas! Unos a otros nos consumimos por interés, unas veces unilateralmente, otras por mutuo acuerdo, por sexo, sin llegar a conocernos. Sin saber si quiera el nombre del otro: usar y tirar. Todo es aséptico, mecánico y anónimo.
Poco o nada queda a salvo, y mientras rodamos por Namibia, Sudáfrica o Botsuana, a mi alrededor observo cómo igualmente llegamos a ningunear aspectos esenciales como el placer, la aventura o el descubrimiento, reduciendo también el arte de viajar a un bien de consumo más como cualquier otro. Tengo claro que existen tantas formas de viajar en el mundo como individuos pueblan nuestro bello planeta, pero no puedo evitar sentir cierto dolor al descifrar el mensaje común de muchas personas que viajan: “-no tenemos mucho tiempo, por lo que tendremos que darnos prisa si queremos disfrutar”. ¿Disfrutar con prisa? Un poco irónico tal vez.
De antemano está dicho y establecido dónde hay que dirigirse y detenerse y dónde no. El camino no importa. El propio “entremedias” es un simple sinsentido que estorba y al que reducir en el menor tiempo posible. Porque es justo eso: “no tenemos tiempo”. Vayamos por tanto tan rápido como podamos de un punto señalado al otro. Esos puntos en los que hacerse la foto. La bendita foto que diga que “yo estuve aquí, que mi vida tiene sentido, que hago cosas interesantes, de esas que dan la felicidad”.
Nuestro ego, lo único que en realidad nos importa, nos aplaudirá gozoso y radiante por unos instantes ante la visión (ilusoria) de vida plena que le presentamos. Hasta el siguiente trago que atragante y que mande nuestro ego a las cavernas de donde nunca debió salir.
Poco importan a veces la historia, la cultura y las gentes del entorno. El porqué, el cómo o el hacia adónde del lugar. No tenemos tiempo pero sí muchos elementos a tachar en la “lista del viaje perfecto”. Ese que tiene sentido y da la sensación de haber merecido la pena. De haber merecido el dinero y los esfuerzos invertidos. Como si todo fuese a peso. Como si viviésemos a granel: cuantas más “cosas” hagamos y veamos, mayor felicidad.
Carece de sentido el descubrir por descubrir, el fluir con el lugar, tratar de comprenderlo en su esencia, ni dejar que se desarrollen los acontecimientos. No cabe el preguntarnos cómo nos sentimos en dicho lugar, qué nos aporta, qué estimula en nosotros, qué nos genera. En definitiva, sin dejar que ese lugar intente si quiera penetrar en nosotros, agrandando nuestro conocimiento, nuestro espíritu y nuestro ser.
Me parece que cada vez se consumen más paisajes, montañas, cañones, ríos, desiertos o cualquiera que sea el punto geográfico o la maravilla natural imaginable para satisfacer nuestro ego. Si me paseo por África, moveré cielo y tierra hasta que no vea en mi lista el nombre de los “cinco grandes” tachado. De otra manera no habrá merecido la pena el viaje. Y poco me importará si el león duerme inerte a la sombra sin pestañear durante el rato contemplado o si el rinoceronte está tapado por un árbol, sólo asoma una pata o está a dos kilómetros de distancia. Da igual, ya está: -“Yo estuve en África y los vi”. El resto de animales, su comportamiento, sus movimientos o sus relaciones intra e interespecíficas me son secundarias. Importan menos, pues no forman parte del ideal de felicidad que nos ha sido proclamado a lo largo de nuestras vidas.
De igual modo, si decido llegar hasta una región Ártica, no me daré por realizado hasta tachar de mi lista a la foca, el pingüino, la morsa, la ballena jorobada y…oh, el oso blanco. Por Dios, aunque sea de reojo y sólo asome una oreja de entre el agua y el hielo. Da igual, ya está. Tendré la foto y bastará para decir (y decirme) que “estuve en el Ártico y vi un oso blanco”.
Curioso, pero aun sin derribarlos, también somos capaces de consumir animales para agrandar nuestro ego. Al igual que templos sin nombre para nosotros, cascadas en ríos de procedencia ignorada o lugares históricos cuya historia realmente no nos interesa…
Consumir, consumir, consumir. Todo se torna tangible y físico. Todo lo que nos rodea tiene un precio a pagar o recibir. Al tiempo que no tenemos tiempo para consumir todo lo que se nos impone como necesario para alcanzar la plenitud y la felicidad. Carentes de valores, ideales e ideas propias, la vida humana se marchita, despeñándonos en vertiginosa caída libre por un pozo sin fondo a la caza de nuestro propio ego. Mientras, nos consumimos asfixiados por nuestro propio yugo consumista.
Sin embargo, siento que aún hay tiempo, que no todo está perdido. Aún hay esperanzas para el despertar de una nueva consciencia. Esa que ilumine a algunos y les permita alejarse de las prisas y las formas, de los estilos. De las marcas, las modas, la ley, la norma y el orden establecido. De la publicidad. De la falsa imagen de felicidad envasada y vendida en pequeños frascos de precio estipulado. ¿Por qué dejarse arrastrar por la corriente? Tal vez nos sorprendería el gozo del agua fresca en nuestro rostro al nadar en contra.
Aún hay tiempo para aquellos que se atrevan a rebasar la línea y quieran ver más allá del precipicio. Para aquellos que se enfrenten a la vergüenza, al comentario y la crítica por ser diferentes, por “tener menos”. Para aquellos que se acerquen a la simplicidad, a la modestia, la humildad y al aspirar “a un poco menos cada día”.
Desear menos es albergar más. Más libertad y realismo. Quizá la forma más entera de abrazarse a la locura, la locura de vivir por libre.